fabian | 20 Novembre, 2014 12:23
Mostrar al extraño - viajero, turista - la mejor cara, el mejor aspecto - es el tema de este cuarto artículo de "Desde la terraza" que Miguel de los Santos Oliver. Y aparece en él una furia extraña sobre George Sand, quien cantó la belleza natural de la isla, mas no en cuanto a algunos de sus pobladores. "Un hiver a Majorque" le duele a Oliver, por lo que cuenta y por ser un libro famoso.
La ciudad, el paisaje son en puridad un fondo sobre el que se muestra lo humano y puede haber un contraste acusadísimo entre figura y fondo, pudiendo sobre un fondo hermosísimo la figura lacerante de la pobreza o de la miseria o de una extraña ociosidad. Recogeré hoy también grabados del "Die Balearen" del Archiduque de Austria y eligiré hoy dos que muestran ese contraste entre un fondo hermoso y la figura humana. Unos cuantos grabados de la obra del Archiduque muestran ese contraste del que Oliver hoy nos habla.
Desde la terraza
(Páginas veraniegas)
IV
Ayer tarde, mientras leía los periódicos en mi sitio de costumbre y tenía que soltar uno que otro manotazo sobre las hojas dobladas violentamente por las ráfagas del aire fresco, vi llegar hacia el recodo de la costa cercana toda una familia de extranjeros. Bien se advertía en ellos la nacionalidad británica. Eran padre y madre al parecer, un muchacho de unos quince años y una niña de doce. Tenían los cuatro ese cutis que no ennegrecen los continuos viajes ni las intemperies de los climas extremos, esa carne trasparente y fresca, que parece preparada por la limpieza y el baño de cinco generaciones anteriores. El padre y el muchacho se entretuvieron en hacer nadar un soberbio perro de Terranova que se sumergía con delicia en el mar como abrasado por los rigores de una temperatura superior á la de su nativo clima. La señora abrió su gran sombrilla, fijándola en una especie de caballete, armó con ligereza el bastoncillo que llevaba y sacando el blok proverbial de las Misses se dispuso á colorear una acuarela. La niña vestía un traje azul oscuro, completamente liso, con cuello marino sobre el cual caía la redonda cabellera, á lo hijo del Rey Eduardo se sentó en una roca y se puso á leer el librillo que sacó de la faltriquera.
No pasaron cinco minutos y ya estaba la simpática artista envuelta por un corro de chiquillos desarrapados y rotos, como otros tantos Cardemos en miniatura. Acudieron todos los vagabundos de la playa á fisgonear con esa extrañeza y esa desconfianza burlona que tan pobre efecto debe de causar á los excursionistas. No era aquello la curiosidad respetuosa, sino simplemente al azoramiento del que no está hecho á bragas. Los muchachos no se contentaron con observar, de pié y á cierta distancia. Poco á poco apretaron su círculo. Algunos se sentaron, otros se tendieron boca á bajo, á la musulmana, mientras roían con ferocidad un zoquete de pan rociado con aceite. No faltó quien pusiese la puerca mano en los atildados chismes de la extranjera, inmóvil y prudente como si no zumbase á su alrededor aquel grupo de zarrapastrosos, dignos de la pluma de Pereda, y el casi tan molesto enjambre de moscas que por todas partes arrastraban en fraternal y solidario consorcio.
Confieso que de buena gana, cada vez que ocurre algo parecido, me acercaría al grupo de los importunos para distribuirles un par de furtivos coscorrones y ponerlos en dispersión. Pero después, debo convenir tristemente en que esto no se desarraiga de una manera tan ejecutiva. La desidia y la indiscreción de las madres que toleran cuando no incitan los instintos comineros, son la causa principal de ese feo vicio... Los dos hombres se habían ido alejando por la costa distraídos y alegres. Manifestaban ese contento que produce en los espíritus sanos una perspectiva risueña, una temperatura agradable y la vecindad de las olas. La niña continuaba con los ojos clavados en su lectura, levantándolo» únicamente al doblar las hojas, en que los hacía girar dulcemente por el espacio infinito, como recogiendo y acumulando luz aquellas serenas pupilas para cuando tuviesen que abrirse entre las nieblas albionesas.
Este sencillo y hasta vulgar episodio me hizo pensar en los muchos y muchos viajeros, que á pesar de todas las contrariedades y de todos los obstáculos han llegado á Mallorca y han encontrado en ella bellezas no soñadas y manantiales de inexhausta poesía. En este siglo, más que en ningún otro de la edad moderna, se desarrolla y prospera la afición á los viajes. Símbolo de noble sabiduría y de envidiable cultura fueron en la antigüedad, cuando no contándose con el poderosísimo recurso de la imprenta, no cabía otro remedio que acudir á verlo todo con los propios ojos y entenderlo con los propios oídos. Así los griegos de mediana educación tenían que visitar el Egipto sagrado; así los ciudadanos de la soberbia Roma tenían que acudir á la Grecia inmortal; así los árabes tenían que recorrer las ciudades encantadas que brotaran durante el explendor de los califatos. Estos eran por decirlo de esta suerte los sitios clásicos y las peregrinaciones piadosas al sepulcro y á la cuna de la civilización.
Ha pasado, empero, aquella época; se han divulgado las bellezas y los recuerdos de aquellos sitios ennoblecidos por tantas ruinas venerandas sobre cuyos truncados capiteles medita la Historia ó entre cuyos ecos misteriosos gime la Tradición. Libros, artículos, narraciones, guías, folletos de todas clases, literatura de todas especies han descrito en diferentes tonos aquellos sitios primordiales. El espíritu industrial se ha puesto al servicio de la afición, facilitándose hasta lo maravilloso, viajes que antes tocaban en el heroísmo. La gran mayoría de esos potentados, ó de esas personas simplemente curiosas é ilustradas que destinan parte de su tiempo y de su dinero al placer incomparable de los viajes, conocen ya al dedillo los lugares predilectos, y buscan algo nuevo, algo ingenuo, algo todavía inexplorado. Dos ingleses pretendieron haber descubierto á últimos del pasado siglo el precioso valle de Chamounix. La Suiza de Guillermo Tell, todo el color y todo el encanto alpestre, fueron revelados al mundo por la mágica pluma del Ginebrino. Poco á poco convergió allí la mirada de los viajeros; la moda le prestó sus atractivos, fútiles pero invencibles, y Suiza ha venido disfrutando hasta ahora de la predilección de todas las gentes exquisitas.
Algo semejante creyó hacer Jorge Sand con su calumniada Mallorca, pero cedió generosamente este lauro de excursionista sagaz á su compatriota Mr. Laurens por la obra Souvenirs d' un voyage d' art a l' île de Majorque. Antes y después de ellos, ha habido un sinnúmero de escritores que han pretendido descubrirnos, como si se tratase de cualquier islote perdido en la Melanesia. Pero nada ha prevalecido contra lo que dijeron los dos franceses, mejor todavía, contra lo que dijo la autora de Indiana. Hay que confesarlo; Un hiver á Majorque, á pesar de todas sus intemperancias y de todas sus crudezas, á pesar de sus truculentas embestidas contra el timorato carácter que la sociedad mallorquína opuso en 1839 á las desenvueltas exhibiciones de Jorge Sand, á pesar de los desprecios calurosos y.de los sarcasmos crudelísimos, contiene las páginas más brillantes, más ricas y más opulentas de fantasía con que haya podido expresarse, según creo, la belleza de Mallorca. Pero ¡ay! que no en vano se juega con la celebridad y es injusta preeminencia de la gloria la de poder estampar el urente estigma de sus odios, en el rostro de los humildes y de los oscuros, con razón ó sin razón.
Su vanidad de escritor y su ceguera de mujer apasionada, agrandaron en la amante de Chopin los desaires y las decepciones. Gustó con cruel delectación todos los rencores, contuvo la hiel que su egolatría le hizo probar y falta de esa hermosa tolerancia que Dios parece haber negado al talento francés, recontó los disgustos y las pequeñeces sufridos oscuramente en un rincón del planeta, para subir más tarde al trípode sibilítico de su fama extensa y universal, vertiendo desde allí toda la sevicia de sus quejas y toda la acedumbre de sus despechos. Entre párrafo y párrafo del libelo, asoma á lo mejor una magnífica contemplación de nuestro paisaje, como si entre vaso y vaso de una infusión de euforbias ofreciese la copa del divino néctar. Parece que su furia desmelenada, harta de ensañamiento y destrucción, se convierte en plácida ninfa, cruzando extática y suave entre verjeles.
Mas la impresión definitiva fue funesta para nosotros. En vano la pluma bizarra y temible del Sr. Quadrado, con ardimiento juvenil y sólida rotundidad, pulverizó, hasta hacerlas impalpables, aquellas desatentadas inculpaciones, en un artículo que ha cuidado de atenuar últimamente porque en él «se tomó la indebida libertad de imitar á la autora». El libro de Jorge Sand lo han leído muchos millares de personas, ha influido en muchas obras posteriores, han sido citados muchos de sus fragmentos y ha servido de pauta á los redactores de guías de viaje. El Sr. Quadrado, por más admirable que sea su artículo, es español y mallorquín y entonces no estaba todavía en la plenitud de su nombre glorioso; y por todo ello corren hoy el mundo continental, las suposiciones esparcidas por el novelista francés, á penas sin cortapisa notable desde entonces. La causa mallorquína tuvo un abogado de primer orden, un abogado que hubiese llevado el convencimiento de la justicia al ánimo de todos; pero ese supremo y tantas veces perjuro tribunal de la opinión, no pudo entonces oírle por que no suele escuchar más que la voz de aquellos que vienen cargados del laurel de la popularidad arrolladora. Y probablemente hasta que acierte otro extranjero, otro escritor ilustre y de fama europea á enmendar tales yerros, siempre de ellos nos alcanzará mucha parte, por la gran resonancia que tiene el clarín de oro de la publicidad en boca de un autor favorito.
Esta digresión, viene al cuento de mi pintora inglesa, que al terminar su marinita se hallaba todavía cercada por los pilludos de marras. Lo cual me puso los pelos de punta, pensando que tal vez esas perdonables insolencias de la chiquillería abandonada, puedan despertar en cualquiera de estos extranjeros, otro Jorge Sand bilioso que en vez de presentar á la isla como un Eldorado, como una Arcadia apacible; la pinte como á la inabordable Itaca, llena de escollos y de sirtes.
(La Almudaina, 31 de Agosto de 1890)
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