fabian | 19 Novembre, 2014 11:53
Leo en varios estudiosos que estos artículos de Miguel de los Santos Oliver reunidos bajo el título de "Desde la terraza" son los más conocidos de este periodista. Me resulta muy extraña esta afirmación. Apenas encuentro ninguna información sobre ellos.
Carme Riera en su discurso Sobre un lugar parecido a la felicidad (2013) dice:
"En cuanto a los escritores que visitaron Mallorca, no cabe duda de que, en el espejo deformado y, en consecuencia, caricaturesco de George Sand, los mallorquines percibieron una imagen sumamente desagradable, que no les podía satisfacer. Sand no tenía razón, aunque sí sus razones, para tratar tan duramente a los autóctonos, pero, a la vez, su percepción del atraso y de la necesidad de establecer una industria de viajeros —con transportes y alojamientos dignos— es la misma por la que claman otros (Cabanyes, Cortada o Wood), un aspecto que tendrán en cuenta los isleños, tras verse reflejados en ese espejo de carencias. Para comprobarlo, pueden consultarse los artículos de Miquel dels Sants Oliver, que entre agosto y septiembre de 1880 difunde en el periódico mallorquín 'La Almudaina', bajo el título común «Desde la terraza, páginas veraniegas», recogidos después en el volumen 'Cosecha periodística' (1891: 35-109), en los que insiste en la necesidad de establecer mejores comunicaciones marítimas y modernos alojamientos (Serra i Busquets & Company i Mata, 2000: 70-71). El inquieto periodista mallorquín se adelantaba a otro mallorquín inquieto, Bartolomé Amengual, que publica una obra de referencia, 'La industria de forasteros', en 1903. Las posibilidades turísticas de la isla señaladas por todos los viajeros, comenzando por Sand, habían sido finalmente bien leídas por un grupo de isleños emprendedores."
Sí, en verdad necesitaba Mallorca infraestructuras básicas como hospedajes y transportes, pero posiblemente también necesitara que los isleños tenían que romper una cierta indolencia y convencerse de que la isla podía convertirse en un centro de atención basado en su belleza. Y éste es el canto lírico de Oliver:
Desde la terraza
(Páginas veraniegas)
II
Todos se habían ido alejando poco á poco. Yo permanecía aún asomado al ángulo de la terraza y encendiendo uno tras otro cigarro. Había entrado la noche, la grata noche estival llena de efluvios y de serenidad suprema. La innúmera legión de las sombras impalpables iba extendiéndose hasta todos los confines del horizonte. Al igual que la luz y los alegres colores de la tarde, se habían apagado los gritos, las conversaciones y las risas. Imponíase á los espíritus aquel recogimiento taciturno del anochecer, lleno de inefables melancolías. Y es que mientras el mundo sea mundo —y diga lo que quiera el exclusivismo de muchos naturalistas á medias,— siempre verá el hombre instintivamente en la puesta del sol, lo que ve en las últimas boqueadas de una fiesta y en el último chisporroteo de una luz que se extingue, lo que ve en la flor marchita y en las canas prematuras; ese adiós continuo de los accidentes humanos que se sepultan para siempre en la nada, esa rotación incesante de la existencia, esa fuga perenne de la juventud y del placer y de la felicidad, que despiden una fragancia efímera, capullos que al día siguiente encontramos arrugados y secos.
El cielo presentaba todavía una amortiguada transparencia sobre la cual iban asomando las estrellas de las primeras magnitudes. A mi espalda la colina de Bellver se destacaba sombría y negra, como una mancha de tinta china sobre el trasluz finísimo de la noche. Los pinos se alineaban en la cumbre como impasibles guerreros, en vela perpetua. El mar se extendía como un espejo negruzco sobre el cual lanzaban los peñascos y los edificios de la ribera, la sombra agigantada de sus proyecciones. Al par de los luceros que bajaban, como dijo el poeta, «de las regiones de lo infinito á iluminar la silenciosa bóveda,» iban apareciendo por los poblados de la costa las misteriosas lucecillas de cada hogar y de cada embarcación. Ni se veía ni podía presumirse á través de la oscuridad, la mano que las hacía brotar de repente. Espesábanse poco á poco las líneas de puntos luminosos, como lejanas pupilas trémulas. Confundíanse en el tamaño y en el resplandor, el candil humilde y la lámpara elegante y las arañas lujosas. Brotaron paulatinamente de la negrura amontonada en la ciudad los rosarios de los mecheros de gas que señalaban en interminable línea recta las vías céntricas, las calles principales ó las apartadas rondas... Una aurora artificial, una especie de luz difusa, emanación de los mil y mil pequeños focos que allí ardían, coronó á la población con su palidez mate. Bordeados por otras líneas de luces diferentes se dibujaban en el seno de la bahía, las curvaturas de la costa y los andenes del puerto. Las más próximas al mar se reflejaban, rojizas ó amarillentas, en las aguas inmóviles, como de plomo fundido, y se alargaban y llegaban hasta mí, difundiéndose con la distancia los múltiples reflejos. En suma, surgía espléndido á nuestra vista transformado en majestuoso cosmorama, el espectáculo que por la tarde se presentó riente y diáfano.
El silencio fué por algún tiempo casi absoluto. Parecía que la noche contenía su delicada respiración y su embalsamado aliento. Tan sólo se oían el chapoteo acompasado y suave de las adormecidas olas al penetrar en las grutas y escondrijos de la ribera ó el rítmica batir de los remos de alguna barquilla que surcaba pausadamente la encalmada superficie. También poco á poco, volví de tan profundo estupor. Después de la cena se poblaron de nuevo los jardinillos y los miradores; la brisa se agitó débilmente recogiendo y destilando en un solo aroma inasequible á las combinaciones de la perfumería y de la química, la emanación salobre de las aguas, el dejo alquitranado de los astilleros, la sutil fragancia de los rastrojos y de las albahacas morunas, de los jazmines y de los nardos embriagadores. Oíanse cercanas conversaciones, frescas carcajadas argentinas, acordes confusos de piano, gritos agudos y chillones, compases de un improvisado baile y todos esos ruidos y toda esa animación de los corros que toman el fresco, convirtiendo en una continua verbena las noches del verano.
Desde más lejos, desde las cubiertas de los buques anclados en la rada, llegaban las cadencias del acordeón con que algún tripulante lleno de la nostalgia crónica del marino, recordaba los cantos de la patria, los himnos nativos del amor y de la victoria, alejado de su tierra y de su hogar. En los ventorrillos del muelle sonaba el rasgueo de la guitarra y hendían el aire las notas de la canción marinera. Era, por ventura, la voz de uno de los héroes que pasearon triunfante nuestro pabellón en las jornadas del Pacífico ó de aquellos rumbosos compañeros, que durante el auge de la navegación colonial gallardearon su figura en el puerto de la Habana Quien sabe!
La luna empezaba á subir lentamente sobre las olas, llenando la bahía de su claridad, que caía como en blancos velos sobre todos los contornos. Su reguero argentado, se movía en el mar con el temblor del azogue. En la estela de los botes se veían lucir fugaces fosforescencias y se oía la lejana barcarola. La emoción era plácida, el efecto tranquilo Entonces no pude menos de pensar, como tantas otras veces, en la suerte que está reservada á esta querida tierra. El mallorquín pasa á menudo indiferente ante estas y otras maravillas, no ya tan hastiado por su cuotidiana repetición, como por la invencible negligencia de nuestro carácter. No trata de explotar estas bellezas ingenuas y naturales, añadiéndoles los atractivos del arte y de la moda.
Palma, reclinada allí en frente, no intenta desperezarse y engalanarse con los rudimentarios adornos de la urbanización y del confort exigido por los extranjeros, que llegan entusiasmados á nuestro país y se marchan después con las decepciones producidas por las dificultades que encuentran á sus soñadas expediciones y á sus anhelados viajes. ¿Y como no, si hace tres años que en esta misma bahía se celebró una fiesta nocturna, que tal vez no se contemple mejor ni más hermosa en puerto alguno? Todos la presenciamos, todos la hemos recordado alguna vez con vivos deseos de que anualmente se continuase.
Aquello fué un corto viaje al país de las Hadas, otra de las fantaseadas Mil y una noches, que no se han repetido ni han vuelto. Hubiera podido convertirse en centro de la animación veraniega que aquí debiera iniciarse, para atraer á nuestras playas el concurso inusitado de españoles y el más extraordinario de extranjeros que se dirigen á los balnearios de la costa cantábrica. Otro día insistiré en esto mismo... Ahora contemplemos, como pudiera hacerlo un romántico del año 35, esa luna que traspone las montañas, bañando con sus resplandores virginales las ramas de los pinos más altos, que ciernen su copa en la región de la luz inmaculada, de las auras libérrimas y de la perpetua salud.
(La Almudaina, 24 de Agosto de 1890)
"El mallorquín pasa á menudo indiferente ante estas y otras maravillas, no ya tan hastiado por su cuotidiana repetición, como por la invencible negligencia de nuestro carácter. No trata de explotar estas bellezas ingenuas y naturales, añadiéndoles los atractivos del arte y de la moda." Es algo más que una falta de infraestructuras; tal vez la cuotidianidad apaga la belleza, pues ésta es algo normal, usual, de todos los días. Fue la mirada de los viajeros la que modificó la mirada de algunos isleños. La prosa de Oliver se hace lírica para resaltar la belleza no sólo natural y la ensalza antes de tratar la necesidad de las infraestructuras de una industria de los viajeros.
Desde la terraza
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Literatura en Mallorca
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