fabian | 17 Abril, 2013 16:14
Las Cuevas de Artá han sido lugar de misterio donde han acudido numerosos viajeros. Busco en esta bitácora y encuentro la legendaria visita de Julio Verne o el viaje que realizó el vapor "Rey Jaime I" en agosto de 1863 transportando 300 viajeros a las cuevas de Artá (ver: Viaje Barcelona - Palma en el Rey Jaime I (1862)) o multitud de otros viajeros, desde Juan Cortada en 1845 o, pocos años antes, Piferrer. Pero también, con referencia a estas cuevas, y ya que estoy tratando estos días la obra de Antonio Noguera, ha quedado como rememorable un concierto realizado por Albéniz y Fernández Arbós en esas ventrosidades calcáreas. Noguera publicó sobre él el artículo Un Adagio de Schumann en las cuevas de Artá en el mismo año en que se realizó, 1894. Quince años después, en 1909, será Miguel de los Santos Oliver quien lo rememore en el artículo "Un concierto en las grutas de Artá"
Las horas y los días
Un concierto en las grutas de Artá
La presencia de Fernández Arbós, al frente de la Orquesta Sinfónica de Madrid, en el «Palau de la Música Catalana»; la palpitación de entusiasmo artístico que ha despertado; el no se qué de solemne— con solemnidad semimusical, semipatriótica — que flota estas noches en la espléndida sala de conciertos, han evocado en mí la dulce memoria de unos días lejanos, en los cuales el actual director de reputación europea no era más que violinista, aunque violinista insigne, y andaba por ahí formando cuarteto con Rubio, con Gálvez, con Aguado, asistido del no menos famoso Albéniz para la parte pianística, y daba sesiones admirables de música di camera...
Hará de ello la friolera de quince años. ¿Y qué espíritu selecto no recuerda en Barcelona, con lo interesante de aquel quatuor y de sus programas, el vigor, la lectura escrupulosa y profunda, el tono regio, potente y humano del concertista de violín? En brillantez efectista, en agilidad superflua, en «virtuosidad» pudo tener quien le aventajara; más no en solidez ni en plenitud de expresión ni en aquella probidad artística que se somete á la partitura, acallando la vanidad intemperante, compañera casi obligada de los mecanismos prodigiosos. Desde lejos he seguido después, paso á paso, el desenvolvimiento de esa personalidad artística á través de los medios intelectuales más refinados y exigentes de Europa. He sabido de su reputación excepcional en Londres y he experimentado el dolor de que tan altos prestigios musicales no alcancen á nacionalizarse por completo en España y resulten intermitentes, cuando no perdidos del todo para ella; de suerte que, ó emigren, ó deban rebajar su obra hasta la fácil mediocridad de las tertulias — vorrei morire.
Le hemos visto después engolfarse en grandes empresas orquestales y organizar magníficas series de conciertos. Y ¿por qué ocultarlo? esos nuevos rumbos, con todo y ser tan gloriosos, me han infundido la nostalgia del instrumentista inolvidable, del violín de cuarteto insustituible y mudo ya para siempre. Dicha nostalgia me conduce hoy á exhumar algunos recuerdos personales y, entre ellos, el de una excursión deliciosa y sin precedentes á las célebres grutas de Artá, en Mallorca, seguida de una audición musical más insólita todavía. Albéniz y Fernández Arbós, con su cuarteto, habian ido á aquella isla para dar cuatro ó cinco sesiones, primera serie de las que fuimos organizando anualmente, durante una porción de años, los agitadores incorregibles del grupo de Noguera. Baste decir que había empezado Albéniz solo, con unos conciertos de piano, y que de esos conciertos pasamos después á los cuartetos, viendo desfilar sucesivamente á Fernández Arbós, á Orickboom y los belgas, á Granados y Casals, y otros, y otros, hasta lanzarnos en nuestras empresas (altamente honrosas, nunca lucrativas, muy á menudo saldadas con déficit) á las aventuras inolvidables del Orfeó Catalá y de los conciertos Nicolau.
Pues bien: allá en mayo de 1894, el cuarteto Fernández Arbós inauguró ese ciclo de temeridades artísticas. Y digo temeridades, porque los que saben cuánto cuesta organizar y sacar á flote un proyecto semejante en Madrid ó Barcelona, habrán de admirar los prodigios que nosotros hicimos y aun el mérito de que una población de 70.000 habitantes, como la capital de Mallorca, pudiese ofrecer base económica suficiente para tan peligrosos como espirituales desatinos. Conste únicamente, para cerrar la digresión, que Fernández Arbós y sus compañeros los inauguraron soberbiamente y que, en nuestro deseo de que conocieran la isla, á fuer de artistas veraces que eran todos, y por iniciativa de Albéniz, gran enamorado de la Roqueta y predecesor de Rusiñol en mallorquinismo artístico, les propusimos ir á las cuevas de Artá.
—Vamos á las cuevas de Artá y repetiremos el adagio de Schumann—dijo no sé quién de ellos.
—Convenido — repusimos maquinalmente.No hice caso de la proposición y creí que era una de tantas frases baldías como el entusiasmo de momento ó la ligereza meridional ingieren en nuestras conversaciones. Pero á la mañana siguiente, al llegar al ferrocarril y subir al coche-salón que se nos había dispuesto, encontréme ya cuidadosamente embarcados los instrumentos, los atriles y las partituras, que Albéniz señalaba con ademán de triunfo, al tiempo que decía: «¡Vive Dios que pudo ser!»
Arrancó el tren, minúsculo y lindo como un juguete, atravesando los suburbios próximos y la llanura vitífera de Binisalem: un paisaje romano, tarraconense, epicúreo, lleno de huertas virgilianas, de suaves ondulaciones y de quintas risueñas con pórticos y columnas blancas; con parrales festoneados de corimbos trepadores; con frutales enteramente floridos, como si hubiesen abatido el vuelo sobre sus copas, innúmeros enjambres de mariposas niveas, rubias, rosadas, opalinas, azules, bajo la diafanidad de un aire luminoso, fluido y diamantino...
El trayecto hasta Manacor pasó casi sin sentirlo. En Manacor tomamos los coches que debían conducirnos á Artá ó, mejor dicho, más allá de este pueblo, hasta la playa de Canyamel. Una nueva sucesión de paisajes, un carácter distinto, un ceño más grave en la naturaleza. Praderías de un verde tierno y jugoso, en declives poco pronunciados, corren á internarse en el misterio de los bosques. Algo persiste allí de escocés, de celta, de encinares druídicos y majestuosos, de landas dormidas en el silencio de los siglos. Por algo menudea el dolmen á la sombra de aquellos árboles milenarios, que crecen á distancia y dejan entro sí el hueco de espaciosas plazoletas, como si esperasen el cortejo sacerdotal de los sacrificios ó el rumor bélico de las asambleas y campos de Marte. Parece susurrar en la soledad un rumor de muchedumbres remotas y de cultos terribles, que defiende todavía á las encinas corpulentas con el prestigioso terror de las cosas inviolables y sagradas.
Entre comentarios y admiraciones llegamos por fín al pie del Cap Vermell, peñón enorme que entra en el Mediterráneo como la proa de una tirreme colosal y en cuyo seno se aloja la maravilla subterránea. Emprendimos la subida por el camino en zig-zag, ayudando á los guías en el trabajo de acarrear los bártulos de la música, desde el violoncello á la solfa y relevándonos por turno durante la fatigosa ascensión. No he dicho que «se derrochó ingenio», porque ya no fue de ingenio el derroche, sino de alto humorismo combinado con la más intensa emoción: Albéniz, Fernández Arbós, Rubio, fueron inagotables en la gracia y la idealidad. Del malogrado Noguera, no digamos. Uetam, el bajo famoso, tan festejado un día por los públicos, añadió á estos recursos los de su prodigiosa vis cómica y su fuerza incitativa en la cual no creo que consiga superarle ni su mismo cuñado Juanito Balaguer, el actor. Asi llegamos á la entrada de las cuevas y así nos detuvimos ante el soberbio, efectista, aparatoso portalón: desgarro hercúleo de los tejidos de la montaña, capricho arquitectural de la naturaleza que yo no sé comparar más que á un ensueño de Gaudí ni creo que tenga otra correspondencia que e! emocionante portal de la Sagrada Familia.
Grabado del libro de Pagenstecher: "La isla de Mallorca. Reseña de un viaje"Uno tras otro, en uniforme hilera, nos hundimos por la majestuosa rampa como una teoría antigua, en las fauces del monstruo, mitad Infierno de Dante, mitad boca de Gargantúa. Penetramos en la fantástica oquedad al resplandor de la antorcha de los guías, como las dibujara Parcerisa, en los Recuerdos y bellezas de España, iluminando la lánguida silueta del viajero de los días de Bellini; y recorrimos aquel antro, sin descripción literaria posible, aun para el propio Teófilo Gautier: un conjunto arbitrario de formas, un dibujo delirante, un tejido de filigranas ó juegos de la casualidad reproduciendo más ó menos borrosamente apariencias y figuras del mundo real y del mundo fantástico, del reino vegetal ó del zoológico. En las cuevas de Arta, á diferencia de las de Manacor, lindas y virginales, predomina lo grandioso: sus bóvedas pueden parecer abortos ó deformaciones de basílicas; sus desfiladeros serpenteantes han de evocar por fuerza la terrible concepción del poeta florentino... Esfinges, quimeras, monstruos primitivos, reminiscencias de especies extinguidas, estalactitas deformes que hablan vagamente al espíritu de templos babilónicos ó de colosales palmeras petrificadas, todo pasó ante nosotros en caminata de cerca de tres horas por la región de la tiniebla absoluta y del silencio matemático.
Hicimos alto en la «cueva de las banderas». Dispusieron los músicos sus atriles y templaron sus instrumentos, encendiendo dos débiles bugías. Buscamos acomodo los restantes, detrás de un macizo ó en la cueva contigua. Y cuando daban las seis de la tarde en el siglo, en el mundo, en la baja esfera de lo relativo y contingente, sonó el primer acorde. Era el adagio del cuarteto en la menor, de Roberto Schumann, una de las páginas más sublimes del atormentado é insomne romántico y de todo el arte moderno. Resaltó en la quietud perfecta, en la obscuridad perfecta, en el silencio perfecto y pitagórico, revelado, más que interrumpido, por el caer de la gota, fluctuando en el pezón de ignorada estalactita, á la cual contestaba, instantes después otra gota, cayendo como una perla dentro de un cáliz de oro. Artistas y oyentes, estábamos todos transportados; no fue aquella una interpretación insuperable, sino la interpretación esencial, única, en acto puro. El adagio y el tiempo de otro cuarteto de Schubert, que vino después, derramaron sobre nuestros espíritus las aguas lustrales de la purificación, anegándonos en aquel «Leteo de intima dulzura» y de total olvido que es la suprema potencia y la suprema excelsitud de la música.
¡Hora inefable, hora divina! Cuando salimos después y, desde la última gruta, advertimos el enorme boquete abriéndose sobre el cielo de perla del crepúsculo, todos conservamos cierto estupor inconfundible en los ojos. La luna, en su plenilunio, apareció, levantándose sobre la marisma como un gran escudo de cobre reluciente. Los pinares eólicos, cantaban á la brisa, perfumándola. El mar gemía dulcemente, con apagados sollozos guturales de sirena. Tomé el brazo á Noguera y, descendiendo el largo y revuelto camino, le decía:
—¿No tienes conciencia de haber vivido ahora uno de ios momentos culminantes de la vida, de la juventud? ¿No sientes la inexplicable y misteriosa tristeza que sucede á toda plenitud de exaltación, como si estas horas de oro, al volar, nos advirtiesen de su ausencia irremediable y sin regreso posible? Cuando se te acorta un libro inmortal, que no conocías, y llegas á la última página, ¿no sientes una especie de luto en el corazón por la delicia agotada, por un fragmento de felicidad menos, por un oasis que ya no volverá á sonreirte en tu peregrinación? A esta hora, para nosotros inolvidable, el mundo ha continuado su tragín; el burgués ha jugado su dómino; el político ha fraguado sus intrigas, el logrero ha urdido sus planes; la sordidez ha tenido que echar sus cuentas en el escritorio. Esta es la hora equívoca del fraude; la hora de Francesca y Paolo; la hora de las tentaciones, de las grandes perfidias, de los trágicos suplicios. Las ciudades inmensas rugen de fiebre á esta hora, como el león de los desiertos. Nosotros mismos volveremos mañana á la rutinaria y oscura labor, á las asechanzas y á las angustias, de las cuales un instante de arte supremo, en el centro de una maravilla de la naturaleza, acaba de emanciparnos momentáneamente para abrirnos la espléndida visión de lo Absoluto...Miguel de los Santos Oliver: Un concierto en las grutas de Artá (La Vanguardia, 24 de Abril de 1909)
Recoger un artículo como éste de Oliver me resulta altamente satisfactorio. Máxime cuando puedo relacionarlo con otros, como el de Noguera, que describen el mismo concierto. Relacionar textos y, también, textos e imágenes, es una de las posibilidades que Internet nos ofrece. "Estelas", libros con estelas, es la expresión que me gusta y que intenta recoger la idea de que hay libros que dejan huella, que originan o dan pie a otros textos.
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