fabian | 19 Juny, 2012 14:43
Fue con Google Books cuando empecé a interesarme por los libros que sobre Mallorca hubiere; no por los que sólo mostraban sus portadas, sino por los que mostraban los contenidos. Fue entonces cuando abrí la categoría de Biblioteca digital. Cada libro merece un enlace. Luego, viendo que muchos libros que ya debieran estar a "vista abierta" por ser legalmente de Dominio Público, no lo estaban, pensé que yo podría hacer algo siguiendo algo las líneas iniciadas por el Proyecto Gutenberg y otros como la Open Library o como los que indica la Wikipedia en Recursos libres.
Ahora bien, yo no tengo conocimientos sobre la literatura en Mallorca y no me resulta fácil encontrar una guía que me resulte fiable. Yo no sé si los filólogos, por aquello de que son estudios distintos las filologías catalana e hispánica o hacen estudios parciales o soy yo quien no encuentra un estudio que englobe el panorama literario de la isla. Por otra parte, tampoco encuentro suficiente información bibliográfica de Mallorca en el siglo XX,
Así que me pregunto qué podría hacer sobre este tema en esta bitácora. Y la salida que se me ha ocurrido es recoger la estela que algunos libros han producido.
Miguel de los Santos Oliver (1864 - 1920) y Joan Alcover fueron coetáneos. En su libro "Literatura en Mallorca" (1903) trata la obra de Joan Alcover y de Costa y Llobera en dos capítulos pues, este libro es la reunión de los artículos que publicó en La Almudaina más un apéndice. Bien, tengo ya recogidos los textos del libro de Oliver y en las próximas semanas lo subiré a Internet.
Pero hoy, tal como hice con Costa (La alondra de Costa y el elogio de M.S. Oliver), recojo un artículo posterior, publicado en La Vanguardia (09/12/1916) que trata la figura de Alcover ya en sus años finales de vida. Este artículo fue parte del libro "Hojas del Sábado" sobre temas de Mallorca.
El libro "Poesías" de Juan Alcover (1892) (En la biblioteca con Joan Alcover i Maspons)
Figuras que pasan
Orador y poeta
El próximo martes, día 12, tendrá efecto en la Sala Mozart la primera de las conferencias que la Junta de Damas de Barcelona ha dispuesto para el presente año, visto el buen éxito que tuvieron las conferencias del año anterior. Algunas de estas damas, en las cuales la caridad efusiva corre parejas con la cultura y delicadeza de espíritu, me instan benévolamente para que, desde el periódico, coadyuve á su obra divulgándola, ó hablando de las prestigiosas figuras que ocuparán la tribuna muy en breve. El primero en hacerlo será Juan Alcover quien no necesita, ciertamente, de presentación, ni fuera yo el llamado á proporcionársela. Pero como tantas veces he escrito acerca de mi ilustre amigo y compatriota, la actualidad periodística viene á justificar que resuma ó reproduzca aquí, por vía de recuerdo, algo de su semblanza.
Juan Alcover ha representado toda su vida el concepto literario opuesto á lo vulgar, a lo ramplón, á lo ordinario. Sin caer en afectaciones de exquisitismo ó delicuescencia, mantuvo constantemente una distinción innata, como de gentleman de la poesía y arbitro de las elegancias espirituales. Este escritor mallorquín es el equilibrio hecho sangre y nervios: y no por representar una tendencia ecléctica ó una solución de «justo medio», sino porque su temperamento es esencialmente harmónico, aun dentro de las prolongaciones del romanticismo á que correspondió su juventud y en que se formó y nutrió su espíritu.
No se crea, por esto, hallar en sus producciones las «blancas» frialdades de un Delavigne ó de un Martínez de la Rosa, ni tampoco los furores de estilo y de fantasía que predominaron en el período hugoniano puro. Alcover ha sido romántico, neoromántico, como pudiera serlo un ateniense redivivo, y de la misma manera que otro de mis paisanos ilustres: Costa y Llobera. Ellos dos, principalmente, han conseguido incorporar á las letras catalanas esa punta de aticismo, elemento esencial de la que, benévolamente, ha sido llamada escuela mallorquína. Semejante aticismo es templanza, canon y salto lírico en Costa; en Alcover tersura, gracia y cierta sobria ironía, más bien alejandrina que ateniense. Tales condiciones resplandecen en su colección de Cap al tard, á la cual han seguido otras inspiraciones basadas en asuntos bíblicos, de una fuerza de emoción tanto más poderosa cuanto más refrenada.
Hablando Fígaro de su ánimo disipado y negligente, decía que, por pereza había dejado de ser feliz é inmortal. A Alcover le alcanza no poco de esta filiación y bien podemos incluirle en la categoría de las existencias frustradas, unas veces por caso fortuito ó por imperio de un deber superior, otras veces por desidia, morosidad ó desconfianza en las propias fuerzas. Se ha hablado mucho, con incredulidad, de los pretendidos genios desconocidos. Y no obstante, hay que rendirse alguna vez á la exactitud de la paradoja. Quien haya conocido en su retiro de Palma á Gabriel Maura, por ejemplo, hace treinta años, ó a Juan Alcover, no necesitará de más indicaciones. Cierto que este último tiene en Cataluña, y en grandes zonas de España, la reputación más intensa que es dable conseguir, que su nombre evoca un inconfundible prestigio; pero no lo es menos que con ser su obra tan pura y excelente, la potencia es todavía superior á la obra
Yo creo en los malogrados insignes, porque algunos llevo conocidos. Yo he asistido al espectáculo de algunas de esas vidas contrariadas ó desviadas de su alta vocación, por deberes de familia, por apego al terruño natal, por irresolución ó poder de la costumbre. Y no hay que confundir a tales víctimas con el tropel de los otros genios desconocidos que pululan en las grandes ciudades, con los vencidos ó ratés de profesión, pudiéramos decir, que adoptan la postura de declararse incomprendidos cuando á veces no son más que incomprensibles.
Existe una elegancia del alma que, como al personaje de Shakespeare, nos enseña á llevar con soltura y descuido nuestros dolores, lo mismo que llevan sus galas el magnate y la gran señora; y claro es que Alcover pertenece á esa estirpe de espíritus aristocráticos. Claro es, también, que ha producido una obra admirable en sí misma y que pudiera contentar á más de cuatro ambiciosos de renombre. Pero yo, que tengo el honor de conocerle y tratarle asiduamente, hace más de treinta años, comparo esa producción impecable con su potencia real, con la superioridad de su temperamento, con su tesoro do observación, de gusto y de magia poética; y he de deplorar que de tan pingüe filón queden grandes porciones intactas, que el minero no ha podido extraer por tiranía del tiempo ó por incompatibilidad de funciones y cometidos.
Lo que yo le oí en horas innumerables de tertulia nocturna, en excursiones y paseos, en paliques de redacción y palco de teatro; lo que ha desperdiciado, lo que ha dejado evaporar en estériles pero luminosas confidencias; las limaduras de oro que ese inagotable artista iba sacudiéndose de encima por dondequiera que pasó; de todo ese conjunto de sobras y migajas pudiera alimentarse una larga existencia profesional, produciendo docenas de libros substanciosos. Bécquer hablaba de ciertas imaginaciones de poeta, fecundas como el lecho de amor de la miseria, que engendra más hijos de los que puede mantener. A un secretario de sala de una Audiencia territorial, con el agobio de sus tareas profesionales, con la divergencia entre su labor y el trato de las musas, no pueden quedarle el tiempo ni la frescura de espíritu indispensables para vestir todas esas creaciones de su mente. Así debió desperdiciar más todavía que lo que aprovechó: estatuas de nieve modeladas una mañana en la conversación, para que las derritiera el sol de la tarde, sin espacio de trasladarlas á la piedra ó al bronce.
Durante muchos años escribió habitualmente en castellano. Castellanas son sus Poesías, sus Nuevas poesías, sus Poemas, sus Meteoros. Durante aquel tiempo fue también diputado á Cortes en varias legislaturas. No llegó la ocasión de que hablara en el Congreso. ¿Por qué? ¿No hubo, en aquel período tema que lograse conmoverlo y apoderarse de su sinceridad y entusiasmo? ¿Se sintió por ventura fuera del espíritu, del ambiente general en la política de hace veinte años? Puede ser. Y, sin embargo, si Alcover hubiese hablado una vez sola en la Cámara, sobre un asunto que valiese la pena, me atrevo á decir que el rumbo de su vida hubiera cambiado radicalmente, totalmente. Por el parlamento español, pasó sin abrir la boca uno de los más grandes oradores que he conocido. Cuando tantas mediocridades se afanan por conseguir allí un triunfo de circunstancias, para que se les tolere, para que su nombre sea citado de vez en cuando en una reseña de la sesión, Alcover, consciente de su potencia oratoria y de la eficacia de su palabra, no hizo más que rozar la vida pública y darse el gusto aristocrático de entrar por una puerta del palacio de la representación nacional y salir por otra, guardando el incógnito de su alta elocuencia.
Porque hay que incluirle en el catálogo de los más legítimos y poderosos oradores que pueden oirse, no ya entre nosotros, sino en todos lados, en absoluto. Para mí su más culminante excelencia es ésta: la de ser un orador en el recto sentido de la palabra. Por encima de sus dotes de escritor y poeta, con ser tan valiosas y eminentes, descuelía su don de elocuencia en el concepto moderno, vigoroso, real. No en vanos atavíos ni en floridas parrafadas se desata esa elocuencia. Nada tiene de ampulosidad resonante ó de sentimentalismo melifluo. Precisión, intensidad, elegancia, fuego comunicativo, vibración de todo el ser que atestigua y corrobora la sinceridad de las palabras: tal es la impresión que dejaron siempre sus notables peroraciones políticas, sociales ó simplemente académicas. Parece que la frase brota de sus labios con cierta violencia propia del esfuerzo mental que la precede y la guía, Alcover piensa para hablar y su palabra conserva el temblor del pensamiento, así como una llama que prende en leña verde, penosamente al principio, pero después crepitante y furiosa.
En sus discursos conserva la misma personalidad que en sus prosas y en sus versos: aquel poder aperitivo, deliciosamente acidulado y estimulante, que separa á los autores despiertos y que dicen «cosas», de los papaveráceos, de los que escriben con opio sobre plomo. Ahora en el crepúsculo glorioso de su vida, purificada por las más crueles mutilaciones que pueda sufrir el amor paterno, ya no es diputado á Cortes, y entrega al idioma nativo la porción rnás profunda de sus emociones y añoranzas. Una lengua fue su Lía; otra es su Raquel, compañera de la amargura, de la senectud, de la sinceridad perfecta y sin velos.
En las posesiones de Miramar, pertenecientes al difunto archiduque Luis Salvador, existía no hace mucho un enorme buitre enjaulado. Este hermoso ejemplar del ave mitológica que atormentó á Prometeo, consiguió reunir como aquellas hermosas que también atormentaron, su pequeña antología poética: yo la inauguré con un soneto; la continuaron Alomar y algún otro; Alcover le dio remate con la magnífica confidencia que, precisamente. se titula El voltor de Miramar. Se dirige el poeta á quienes le aconsejan dejar su vida provincial y su profesión de togado para seguir la vocación y las aventuras de arte; y el ave prisionera le sirve de símbolo. Le abren la puerta de su cárcel, intenta recobrar la libertad, y sus pasos son desgarbados y grotescos, sus alas se han entumecido; los años de cautiverio y servidumbre han acabado por doblegarle á la domesticidad. No sirve para la presa y el combate. Prefiere que, á hora fija, venga el halconero archiducal á ofrecerle su sangrienta ración cuotidiana. El emperador de los aires no intenta ya volar desde su isla de Elba á las amplitudes del éter, en un rapto final de heroísmo. Así también, quisiera el poeta emanciparse de un oficio que le absorbe, y volar por los espacios del ideal y de la gloria. Pero es tarde para él, lo mismo que para el buitre de su fábula... ¿Comprendes, lector, la posición interesante de esas selectas personalidades abnegadas que, de vez en cuando, esmaltan y embellecen la vida de las provincias, de las viejas ciudades históricas y señoriales, perfumándolas con el holocausto de su abnegación, de su talento suave, de su alto y generoso magisterio?
MIGUEL S. OLIVER
Miguel de los Santos Oliver: Orador y poeta (La Vanguardia, sábado 09/12/1916)
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