fabian | 22 Abril, 2005 18:44
Mis pies, normalmente calzados, suelen pisar asfalto. Sólo en verano, descalzo, la arena de alguna playa llega a mi piel. Las piedras o las rocas me lastiman y desequilibran. Muy de tarde en tarde, siempre bien calzado, cruzo algún sendero por bosques conocidos, casi domésticos.
Los árboles y plantas que me rodean son de jardín: árboles de ciudad. Los jardineros, periódicamente, quitan las plantas silvestres que se aferran a la vida en los pocos espacios no asfaltados. Son quizás esas pocas plantas las únicas verdaderamente "naturales", no cultivadas y que quizás se quiten porque afeen una imagen idílica de un césped bien cuidado y de grandes y coloridas flores.
Hoy celebramos el Día de la Naturaleza.
¿Cómo se puede comprar o vender el firmamento, ni aún el calor de la tierra? Dicha idea nos es desconocida. Si no somos, dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas, ¿cómo podrán, ustedes comprarlos? [...]
Somos parte de la tierra y asimismo, ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el venado, el caballo, la gran águila; éstos son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia.
No sé, pero nuestro modo de vida es diferente al de ustedes. La sola vista de sus ciudades apena los ojos del piel roja. Pero quizás sea porque el piel roja es un salvaje y no comprende nada. No existe un lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ni hay sitio donde escuchar como se abren las hojas de los árboles en primavera o como aletean los insectos. Pero quizás también esto debe ser porque soy un salvaje que no comprende nada. El ruido parece insultar nuestros oídos. Y, después de todo ¿para qué sirve la vida si el hombre no puede escuchar el grito solitario del chotacabras ni las discusiones nocturnas de las ranas al borde de un estanque? Soy un piel roja y nada entiendo. Nosotros preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie de un estanque, así como el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con aromas de pinos.
El aire tiene un valor inestimable para el piel roja ya que todos los seres comparten un mismo aliento - la bestia, el árbol, el hombre, todos respiramos el mismo aire. El hombre blanco no parece consciente del aire que respira; como un moribundo que agoniza durante muchos días es insensible al hedor. Pero si les vendemos nuestras tierras deben recordar que el aire no es inestimable, que el aire comparte su espíritu con la vida que sostiene. El viento que dio a nuestros abuelos el primer soplo de vida, también recibe sus últimos suspiros. Y si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben conservarlas como cosa aparte y sagrada, como un lugar donde hasta el hombre blanco pueda saborear el viento perfumado por las flores de las praderas.
Siempre me ha impresionado esta carta de un jefe indio. Cada año en este día vuelvo a leerla y me hace ver que mi idea de naturaleza es más la de un jardín que no de un bosque, más de una cuidada playa que no de un desierto. ¡Qué lejos me siento hoy de la naturaleza!
Publicada por segundo año consecutivo esta carta del jefe indio, he intentado encontrar algún texto literario que hablara sobre la naturaleza. Temo que para algunos temas no sé utilizar los buscadores. Sólo he encontrado el siguiente poema:
Fotografía en My morning walk de Linda6769.
El bosque
El bosque me contó la vieja historia.
Dijo que hubo otro tiempo en que los hombres
se aventuraban entre su espesura
en busca del oráculo divino.
Pero nadie llegaba a ver el centro
de la selva, donde la pitonisa
resolvía las dudas de los fieles.
Porque no había centro, porque el bosque
era y es un inmenso laberinto
sin principio ni fin, y porque el orden
de las cosas excluye las respuestas.
Y es así como, ciegos e ignorantes,
nos dirigimos hacia el precipicio
de la nada, perdidos en el bosque
de la traición, el odio y la mentira.
Eso me dijo el bosque en un susurro,
mientras yo iba camino de Damasco.(de El bosque y otros poemas)
Luis Alberto de Cuenca
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